¡Uy!,
me tomaré mi tiempo para describirla de pies a cabeza –lo siento más cómodo
haciéndolo de esa manera-, las palabras (mis palabras) no me bastarán para
alcanzar sus características.
Me es difícil hacerlo, porqué no encuentro algo que se le compare o por lo
menos le bese sus torpes talones.
Intentaré
describirla sin que se esfume de mí, sin que su esencia sea regalada. Por ello;
quizá, parcial o totalmente, sólo la describa físicamente.
Por
dónde comenzaré…
Es
bueno que lo haga por su cabello, ya que era una de las cosas más extrovertidas
de ella.
Su
cabello… su cabello siempre le conocí siendo lacio y largo, no tan largo, pero
con el largo suficiente como para abrazarme del cuello a mí y mis ciento un
demonios. Era un poco quebradizo y descuidado. Cada que lo acariciaba se
quedaban mis dedos atrapados en las trampas de lo enmarañado.
No puedo definir que color de cabello lucia, siempre fue cambiante, siempre
lucia un tono diferente, y por sí fuese poco; la luz del sol le hacía
modificar, las sombras arboladas le daban otra textura y ante la luz de la
luna pasaba su tonada más platina. Como si la mismísima luna le regalase un
trozo de ella.
Lo conocí siendo negro, más negro que la noche. Lo conocí azul, no un azul
celeste como el mar o el cielo, un azul parecido al fuego de las estrellas
llenas de gemas.
Lo conocí naranja, como lava de un volcán. Castaño como llamas a punto de
extinguirse, pero a mí me gustaba…, no, no me gustaba, me encantaba, me
maravillaba, me fascinaba su cabello siendo totalmente rojo: rojo cómo la
colcha que uso en mi cama para cubrirme. Rojo como la sangre, rojo como la piel
de un demonio.
La
forma de su cara era algo… cóncava. No sé como explicarlo. Su forma es como sí
la hubiesen mandado hacer, cómo si hubiese sido esculpida por Dios: milímetro
por milímetro.
Su
piel figuraba a la nieve, era tan blanca como una nube, blanca como la luz en
su totalidad; y a pesar de ello, jamás se le vio palidecer. Nunca murió antes
de hacerlo. Era la reina de ‘Yukigakure’.
La temperatura de su piel también era cambiante, siempre variaba la proporción
de su calor. Pero, fuese primavera, verano, otoño o invierno, el/la calidez de
sus brazos nunca variaba. Calidez y calor cambiante. Ojo.
Era el mismo, el mismo calor que me abrazaba en buenas y malas.
Su piel en su totalidad era regularmente caliente, tan caliente que transfería
calor a mis labios cuando estos la tocaban.
Su piel era suave, delicada y reseca –constantemente le mencionaba que la
hidratara-, era suave pero no como el terciopelo: ésta tenía suavidad propia.
Como una combinación entre el terciopelo de maya y el pétalo de un clavel.
Si,
así era. Como el pétalo de un clavel; suave, tan suave que nadie se cansaría de
acariciarlo, pero frágil, tan frágil que podría romperse con las propias
caricias.
Sí
su piel era delicada, sus mejillas lo eran aún más. Eran ese tipo de mejillas
las cuales podrías acariciar todo el día y las cuarenta y cinco horas de una
noche. Eran lizas, sin grumos ni imperfecciones, lizas como un lienzo, como una
pared llena de yeso, como ésta hoja de mi libreta.
En lo
personal, me gustaba el efecto que lograban mis palabras y caricias en sus
mejillas. Lograban que sus mejillas le ardiese, le hirviesen y se colorasen al
color de su cabello.
También me gustaba pellizcarles, jalarles, besarles…, y morderles. Si, también
me gustaba morderlas.
Sus
ojos… intentar halagarlos con simples palabras…, no me basta, utilizaría toda
mi tinta, todas mis hojas y todos mis recuerdos.
Puedo decir que eran de color verde y café. Y amarillo. Y negros.
Su color era cómo… un café muy cargado con mucha leche, cuando se exponían a la
luz del sol… y verde como una canica, cuando se le presenciaba en las sombras
de la noche. Verdes como un río selvático que refleja los arboles de las
orillas.
Sus ojos
siempre estaban sonriendo, siempre se veían felices, como los ojos de un niño
con un nuevo juguete.
Los amaba…
Su
nariz…, de su nariz no puedo decir mucho. Tenía pequeñas pecas. Era algo
delgada, pequeña y podría decir que algo puntiaguda. Cómo un triángulo (no
hablen por ahí de esto. Que quede entre nosotros. No le gustaba su nariz, pero
a mi me encantaba besarle, una y otra vez).
Sobre
sus orejas no puedo decir mucho, realmente todos los días las escondía bajo
toda su mata de cabello. No le gustaban; pero puedo decir que eran muy
peculiares. Peculiarmente redondas. Me causaban gracia, pero me gustaba más la
chica con su cabello recogido. Si señor, también las mordía, besaba y
susurraba.
Sus
labios y su boca…
Maldita
sea…, sus labios…
Madre
mía, su boca…
Sí
su rostro había sido esculpido por Dios… sus labios habían sido esculpidos y
tallados por cada uno de los Dioses, sus amantes y sus madres.
Sus labios eran pequeños, sin mucho volumen. Difuminados; pero, con un calor
extraño, un calor que no he sentido en ningún otro lado. Era como besar al
fuego.
También
eran suaves y escurridizos.
Siempre le mencionaba que sus labios parecían fresas; ya que tenía esa textura
y aquel mismo sabor y color que una de ellas.
Sus labios solían moverse tan ridículamente elegante, que componía todos los
pasos de un baile sin siquiera intentarlo. Su voz era música. Ella componía por
sí sola las melodías con las que Beethoven o Mozart tendrían que temblar.
Su boca era
pequeña. Tan pequeña que cuando hablaba parecía fin de embudo.
Jamás pude explicarme la manera en la que podría comer tanto. Cómo le entraba
tanta comida por tan pequeña boca.
Su
lengua era larga, o al menos más larga que la mía. Lo suficientemente larga
como para ganarme cada una de las batallas. Larga, redonda y roja. Un rojo
peculiar. No como el color que tiene que tener una lengua.
Me consumía en cada batalla, dejando sus labios más que humedecidos.
Como
mencioné antes: su voz era parte de un hechizo. Creerme, escucharle cantar te
hacía pensar y recordar las historias de las ‘ninfas’ que con su canto lograban
atraerte, hechizarte u hacerte fechorías. Y así era cuando ella cantaba. Te
olvidabas de ti, te olvidabas del tiempo, del todo. Hasta que ahora no he
presenciado cosa más hermosa que ella haciendo música.
No imaginemos a un artista o divinidad en pleno canto. Ella no cantaba bien. De
hecho, lo hacía mal, realmente mal, pero, lo hacía de una manera que le hacía
brillas y era utópico.
Imaginar a ella cantando a su enamorado para que él se durmiese, mientras se
escondía sobre su regazo.
Su
aliento sí bien siempre no estaba fresco, yo disfrutaba fumándomelo y
probándolo. Sentirlo me hacía estar en ella, y yo era de ella.
Su
cuello era dulce como el agua con azúcar. Era largo y elegante. Brillaba, pero
lo escondía. Me gustaba besarlo. Me gustaba besar aquel lunar al lado de la
base de su cuello. Le recuerdo ruborizándose, poniéndose tensa, haciendo su
piel enrojecer. Recuerdo su cuello como un tabú de su cuerpo, que nadie que no
le haya amado debió conocer.
Su
aroma no parecía a ninguna rosa, ni perfume, ni coctel aromático.
Su aroma era sólo de ella. A su forma, a su manera. Divertido y atrevido.
Dulce sin empalagar y amargamente endulzado.
Su aroma era propio de ella, y olerlo me hacía necesitar un mapa –o tres-.
Su
cuerpo… su cuerpo… su cuerpo…
La
silueta de su cuerpo me hacía enloquecer. No, no era aquel estereotipo de
actriz o modelo. Su cuerpo era…
Sí bien,
sus hombros no eran anchos, pero sí algo caídos. Su espalda era delgada y larga
como una espada, en la cual podría entretenerme contando sus lunares, buscarle
nuevos y comenzar con el mismo proceso. Una y otra, y otra, y otra, y otra vez.
Sus pechos
no eran ni grandes ni pequeños; en ellos había perfección.
No eran duros ni volubles, sino firmes. Pero eran pesados y resistentes. Ni mis
labios, ni mi lengua, ni mis dedos eran capaces de atraparlos en su totalidad,
comúnmente eran frágiles y emocionalmente sensibles. Cuando los tocaba era como
acariciar el algodón, y besarlos era como probar agua tibia.
De
antemano, sabía que era el ‘swich’ de su cuerpo, que provocaba todo un apagón
de ella.
Sus pechos
se veían grandes a comparación de las curvas de su cintura y cadera. Era
delgada. No, no muy delgada, pero delgada. Su abdomen se hundía ante las yemas
de mis dedos y sus caderas eran devotas a cualquier chica adolescente en
crecimiento. Anchas y duras. Ágiles y sensuales. Livianas y abrasantes.
Besar su
abdomen era como tocar la nieve caliente con los labios, y tocar sus caderas
era como acariciar una savia centímetro por centímetro.
Su
sexo… su endemoniado sexo, su tacto, su aroma, su sabor, su calor, sus
sensaciones… su interior, su voluminosidad, sus contracciones, sus reacciones,
su delicadeza, su nerviosismo, su fluir, sus movimientos, sus gemidos, su
sudor, sus marcas, su ligereza, estrecho, decolorado, apacible…
Me lo guardaré.
Sus
piernas eran estalactitas, delgadas y largas. Tenían su forma de cono. Era lo
más sensual de ella, se movían con tal sensualidad, que Afrodita le envidiaba.
Eran tranquilas al tacto, y aumentaba los risos en su piel conforme más
abarcaba.
Sus
muslos eran redondos, firmes y provocadores. Eran sutiles ante los mortales,
pero ante los espíritus eran intranquilizarles.
Les
adornaba un lunar, mi lunar. El cuál se escapaba juguetonamente, haciéndose
pasar por alguien asustado.
Sus manos
sudaban como un incienso, pero siempre frías como el viento fresco. Sus
caricias eran como besos de lluvia, y su rigidez era como hielo al derretir.
Sus brazos
eran pequeños y anchos, mordidos, sanos y cálidos.
Un abrazo o
caricia de ella, era como ser abrazado y mimado por un ángel. Ella fue mi
ángel.
Los dedos
de sus manos estaban cubiertos con carne y tela, pero los de sus pies eran
delgados y huesudos. Ligeros como para volar en el viento y pequeños para ser
guardados.
Su alegría,
tristeza, gustos, su forma, su coraje, risas juegos, palabras, sueños, metas,
miedos, deseos, acciones, pensamientos, cariño, historias, privilegios, humores
y chantajes, me los quedaré yo. Fue mía y fui suyo.
La escribo
para no olvidarla, y la doy a leer sin nombrarla ni descubrirla.
Intentar plasmar en hojas, me llevaría siete mil de ellas.
Su valor, actitudes y humores son de quién los haya probado.
Es todo lo
que me queda de ella. Lo más bello que he tenido. Daría todo y mi nada por
segundos de ella.
Así de
bella era, fue y será.
La amé y le odié.
Hoy la
inmortalizo para mí, para ti, y para quién la merezca.