sábado, 19 de julio de 2014

La gran alegría / Pablo Neruda.



No escribo para que otros libros me aprisionen
ni para encarnizados aprendices de lirio,
sino para sencillos habitantes que piden
agua y luna, elementos del orden inmutable,
escuelas, pan y vino, guitarras y herramientas.
Escribo para el pueblo, aunque no pueda
leer mi poesía con sus ojos rurales.
Vendrá el instante en que una línea, el aire
que removió mi vida, llegará a sus orejas,
y entonces el labriego levantará los ojos,
el minero sonreirá rompiendo piedras,
el palanquero se limpiará la frente,
el pescador verá mejor el brillo
de un pez que palpitando le quemará las manos,
el mecánico, limpio, recién lavado, lleno
de aroma de jabón mirará mis poemas,
y ellos dirán tal vez: "Fue un camarada".


Eso es bastante, ésa es la corona que quiero.

sábado, 28 de junio de 2014

Poema XX.

PUEDO escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: " La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.


miércoles, 28 de mayo de 2014

Mi primer amor

¡Uy!, me tomaré mi tiempo para describirla de pies a cabeza –lo siento más cómodo haciéndolo de esa manera-, las palabras (mis palabras) no me bastarán para alcanzar sus características.
Me es difícil hacerlo, porqué no encuentro algo que se le compare o por lo menos le bese sus torpes talones.
Intentaré describirla sin que se esfume de mí, sin que su esencia sea regalada. Por ello; quizá, parcial o totalmente, sólo la describa físicamente.
Por dónde comenzaré…
Es bueno que lo haga por su cabello, ya que era una de las cosas más extrovertidas de ella.
Su cabello… su cabello siempre le conocí siendo lacio y largo, no tan largo, pero con el largo suficiente como para abrazarme del cuello a mí y mis ciento un demonios. Era un poco quebradizo y descuidado. Cada que lo acariciaba se quedaban mis dedos atrapados en las trampas de lo enmarañado.
No puedo definir que color de cabello lucia, siempre fue cambiante, siempre lucia un tono diferente, y por sí fuese poco; la luz del sol le hacía modificar, las sombras arboladas le daban otra textura y ante la luz de la luna pasaba su tonada más platina. Como si la mismísima luna le regalase un trozo de ella.
Lo conocí siendo negro, más negro que la noche. Lo conocí azul, no un azul celeste como el mar o el cielo, un azul parecido al fuego de las estrellas llenas de gemas.
Lo conocí naranja, como lava de un volcán. Castaño como llamas a punto de extinguirse, pero a mí me gustaba…, no, no me gustaba, me encantaba, me maravillaba, me fascinaba su cabello siendo totalmente rojo: rojo cómo la colcha que uso en mi cama para cubrirme. Rojo como la sangre, rojo como la piel de un demonio.
La forma de su cara era algo… cóncava. No sé como explicarlo. Su forma es como sí la hubiesen mandado hacer, cómo si hubiese sido esculpida por Dios: milímetro por milímetro.
Su piel figuraba a la nieve, era tan blanca como una nube, blanca como la luz en su totalidad; y a pesar de ello, jamás se le vio palidecer. Nunca murió antes de hacerlo. Era la reina de ‘Yukigakure’.
La temperatura de su piel también era cambiante, siempre variaba la proporción de su calor. Pero, fuese primavera, verano, otoño o invierno, el/la calidez de sus brazos nunca variaba. Calidez y calor cambiante. Ojo. 
Era el mismo, el mismo calor que me abrazaba en buenas y malas.
Su piel en su totalidad era regularmente caliente, tan caliente que transfería calor a mis labios cuando estos la tocaban.
Su piel era suave, delicada y reseca –constantemente le mencionaba que la hidratara-, era suave pero no como el terciopelo: ésta tenía suavidad propia. Como una combinación entre el terciopelo de maya y el pétalo de un clavel.
Si, así era. Como el pétalo de un clavel; suave, tan suave que nadie se cansaría de acariciarlo, pero frágil, tan frágil que podría romperse con las propias caricias.
Sí su piel era delicada, sus mejillas lo eran aún más. Eran ese tipo de mejillas las cuales podrías acariciar todo el día y las cuarenta y cinco horas de una noche. Eran lizas, sin grumos ni imperfecciones, lizas como un lienzo, como una pared llena de yeso, como ésta hoja de mi libreta.
En lo personal, me gustaba el efecto que lograban mis palabras y caricias en sus mejillas. Lograban que sus mejillas le ardiese, le hirviesen y se colorasen al color de su cabello.
También me gustaba pellizcarles, jalarles, besarles…, y morderles. Si, también me gustaba morderlas.
Sus ojos… intentar halagarlos con simples palabras…, no me basta, utilizaría toda mi tinta, todas mis hojas y todos mis recuerdos.
Puedo decir que eran de color verde y café. Y amarillo. Y negros.
Su color era cómo… un café muy cargado con mucha leche, cuando se exponían a la luz del sol… y verde como una canica, cuando se le presenciaba en las sombras de la noche. Verdes como un río selvático que refleja los arboles de las orillas.
Sus ojos siempre estaban sonriendo, siempre se veían felices, como los ojos de un niño con un nuevo juguete.
Los amaba…
Su nariz…, de su nariz no puedo decir mucho. Tenía pequeñas pecas. Era algo delgada, pequeña y podría decir que algo puntiaguda. Cómo un triángulo (no hablen por ahí de esto. Que quede entre nosotros. No le gustaba su nariz, pero a mi me encantaba besarle, una y otra vez).

Sobre sus orejas no puedo decir mucho, realmente todos los días las escondía bajo toda su mata de cabello. No le gustaban; pero puedo decir que eran muy peculiares. Peculiarmente redondas. Me causaban gracia, pero me gustaba más la chica con su cabello recogido. Si señor, también las mordía, besaba y susurraba.
Sus labios y su boca…
Maldita sea…, sus labios…
Madre mía, su boca…
Sí su rostro había sido esculpido por Dios… sus labios habían sido esculpidos y tallados por cada uno de los Dioses, sus amantes y sus madres.
Sus labios eran pequeños, sin mucho volumen. Difuminados; pero, con un calor extraño, un calor que no he sentido en ningún otro lado. Era como besar al fuego.
También eran suaves y escurridizos.
Siempre le mencionaba que sus labios parecían fresas; ya que tenía esa textura y aquel mismo sabor y color que una de ellas.
Sus labios solían moverse tan ridículamente elegante, que componía todos los pasos de un baile sin siquiera intentarlo. Su voz era música. Ella componía por sí sola las melodías con las que Beethoven o Mozart tendrían que temblar.

Su boca era pequeña. Tan pequeña que cuando hablaba parecía fin de embudo.
Jamás pude explicarme la manera en la que podría comer tanto. Cómo le entraba tanta comida por tan pequeña boca.
Su lengua era larga, o al menos más larga que la mía. Lo suficientemente larga como para ganarme cada una de las batallas. Larga, redonda y roja. Un rojo peculiar. No como el color que tiene que tener una lengua.
Me consumía en cada batalla, dejando sus labios más que humedecidos.

Como mencioné antes: su voz era parte de un hechizo. Creerme, escucharle cantar te hacía pensar y recordar las historias de las ‘ninfas’ que con su canto lograban atraerte, hechizarte u hacerte fechorías. Y así era cuando ella cantaba. Te olvidabas de ti, te olvidabas del tiempo, del todo. Hasta que ahora no he presenciado cosa más hermosa que ella haciendo música. 
No imaginemos a un artista o divinidad en pleno canto. Ella no cantaba bien. De hecho, lo hacía mal, realmente mal, pero, lo hacía de una manera que le hacía brillas y era utópico.
Imaginar a ella cantando a su enamorado para que él se durmiese, mientras se escondía sobre su regazo.
Su aliento sí bien siempre no estaba fresco, yo disfrutaba fumándomelo y probándolo. Sentirlo me hacía estar en ella, y yo era de ella.
Su cuello era dulce como el agua con azúcar. Era largo y elegante. Brillaba, pero lo escondía. Me gustaba besarlo. Me gustaba besar aquel lunar al lado de la base de su cuello. Le recuerdo ruborizándose, poniéndose tensa, haciendo su piel enrojecer. Recuerdo su cuello como un tabú de su cuerpo, que nadie que no le haya amado debió conocer.
Su aroma no parecía a ninguna rosa, ni perfume, ni coctel aromático.
Su aroma era sólo de ella. A su forma, a su manera. Divertido y atrevido.
Dulce sin empalagar y amargamente endulzado.
Su aroma era propio de ella, y olerlo me hacía necesitar un mapa –o tres-.
Su cuerpo… su cuerpo… su cuerpo…
La silueta de su cuerpo me hacía enloquecer. No, no era aquel estereotipo de actriz o modelo. Su cuerpo era…
Sí bien, sus hombros no eran anchos, pero sí algo caídos. Su espalda era delgada y larga como una espada, en la cual podría entretenerme contando sus lunares, buscarle nuevos y comenzar con el mismo proceso. Una y otra, y otra, y otra, y otra vez.
Sus pechos no eran ni grandes ni pequeños; en ellos había perfección.
No eran duros ni volubles, sino firmes. Pero eran pesados y resistentes. Ni mis labios, ni mi lengua, ni mis dedos eran capaces de atraparlos en su totalidad, comúnmente eran frágiles y emocionalmente sensibles. Cuando los tocaba era como acariciar el algodón, y besarlos era como probar agua tibia.
De antemano, sabía que era el ‘swich’ de su cuerpo, que provocaba todo un apagón de ella.
Sus pechos se veían grandes a comparación de las curvas de su cintura y cadera. Era delgada. No, no muy delgada, pero delgada. Su abdomen se hundía ante las yemas de mis dedos y sus caderas eran devotas a cualquier chica adolescente en crecimiento. Anchas y duras. Ágiles y sensuales. Livianas y abrasantes.
Besar su abdomen era como tocar la nieve caliente con los labios, y tocar sus caderas era como acariciar una savia centímetro por centímetro.
Su sexo… su endemoniado sexo, su tacto, su aroma, su sabor, su calor, sus sensaciones… su interior, su voluminosidad, sus contracciones, sus reacciones, su delicadeza, su nerviosismo, su fluir, sus movimientos, sus gemidos, su sudor, sus marcas, su ligereza, estrecho, decolorado, apacible…
Me lo guardaré. 
Sus piernas eran estalactitas, delgadas y largas. Tenían su forma de cono. Era lo más sensual de ella, se movían con tal sensualidad, que Afrodita le envidiaba. Eran tranquilas al tacto, y aumentaba los risos en su piel conforme más abarcaba.
Sus muslos eran redondos, firmes y provocadores. Eran sutiles ante los mortales, pero ante los espíritus eran intranquilizarles. 
Les adornaba un lunar, mi lunar. El cuál se escapaba juguetonamente, haciéndose pasar por alguien asustado.
Sus manos sudaban como un incienso, pero siempre frías como el viento fresco. Sus caricias eran como besos de lluvia, y su rigidez era como hielo al derretir.
Sus brazos eran pequeños y anchos, mordidos, sanos y cálidos.
Un abrazo o caricia de ella, era como ser abrazado y mimado por un ángel. Ella fue mi ángel.
Los dedos de sus manos estaban cubiertos con carne y tela, pero los de sus pies eran delgados y huesudos. Ligeros como para volar en el viento y pequeños para ser guardados.
Su alegría, tristeza, gustos, su forma, su coraje, risas juegos, palabras, sueños, metas, miedos, deseos, acciones, pensamientos, cariño, historias, privilegios, humores y chantajes, me los quedaré yo. Fue mía y fui suyo.
La escribo para no olvidarla, y la doy a leer sin nombrarla ni descubrirla.
Intentar plasmar en hojas, me llevaría siete mil de ellas.
Su valor, actitudes y humores son de quién los haya probado.

Es todo lo que me queda de ella. Lo más bello que he tenido. Daría todo y mi nada por segundos de ella.
Así de bella era, fue y será.
La amé y le odié.
Hoy la inmortalizo para mí, para ti, y para quién la merezca.


La extraño. 


Tu deseo

Sí jamás lo hubieses deseado...
Sí jamás hubieses decidido dejar de existir...
Sí siquiera... me hubieses dejado algo, un qué, un recuerdo.

Sí jamás lo hubieses dejado, sí no te hubieses rendido...
Sí no me hubieses dejado solo con lo que más aborrezco...

Yo no estaría aquí, intentando desahogarme con palabras vacías.
No estaría incompleto, buscando lo que nunca he aprendido a buscar.
Me ahorraría las discusiones melodramáticas contigo.
No sentirías mis reproches ni eludirías mis  murmullos desesperados.

Gastaría mi mente imaginando fantasías idolatradas,
no comería mi cabeza con rostros ajenos,
soñaría con riquezas de mundanos y no con alientos olvidados.
Pasaría todas mis noches en el dedo de Morfeo,
y no con la luna bajo la sombra de su luz nostálgica y melancólica.

Mi sentir no estaría fuera de sí,
el mundo no me excluiría, él sabía que pude haber encajado.
Mi cabeza no estaría hecha un rompecabezas sin la existencia de piezas.
Mis memorias no se abatirían entre una búsqueda y la realidad.

La amargura de mi alma no ahogaría los propósitos del presente.

Seguiría una vida sin estar ciego,
yendo por un camino arreglado,
por un camino con destino.
Sabría por dónde ir y hacía donde correr.

No me sentiría infalible.
No buscaría una vida.
No pretendería un beso.
No buscaría un aliento.
No esperaría un abrazo ni un alma escapándose en él.
No anhelaría un 'algo'  que cohesionase conmigo.

Tendría todos mis lamentos encerrados en suspiros ávidos.
Tendría cada pieza de mi cuerpo enloquecida en tu alba.
Tendría tu recuerdo.
Te tendría a ti, escudriñando en la puerta que nunca abrí,
tendría parcialmente lo que alguna vez estuvo.

Pero... Ya no existes, jamás lo hiciste...

martes, 27 de mayo de 2014

La forma de la espada. / Borges.

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
         La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
          Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
          No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
         —Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
         Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
          “Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
         Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
         Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
         En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
         —Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
          Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
          Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los “recursos económicos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
         Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
         Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar “nuestra deplorable base económicá', profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C'est une affaire flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
         El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
         Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio”.
         Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
         —¿Y Moon? —le interrogué.
         —Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
         Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
         Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
         —¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.



sábado, 24 de mayo de 2014

¿En quién piensas cuando haces el amor? / H. Aridjis.

¿En quién piensas cuando tienes los ojos
cerrados y eres besada en los párpados
por un desconocido?
¿En quién piensas cuando eres penetrada
en la oscuridad y te parece distinto el rostro
del hombre que respira sobre ti?
¿Quién eres tú cuando no eres tú en los
brazos de un hombre que piensa que está
penetrando a una mujer que no eres tú?
¿Qué le dices a él sin decírselo, ocultando las
palabras detrás de los labios apretados?
¿Qué recuerdos te excitan? ¿Qué rostros se
conforman en tu mente?
¿Quiénes son esos dos extraños en un lecho rojo
donde se aman cuatro gentes: las que realmente
se aman y las inventadas por el deseo y
la ausencia?
Llámame por mi nombre en la noche huérfana
no me engañes en mi presencia cuando más
te amo y más cerca de mí creo tenerte.
Dime que soy el mismo, el que amas y
el que imaginas.
Yo te diré que eres la misma, la que vine
siguiendo por la calle
la que vengo siguiendo por los años y la vida
la furtiva de ayer y la que ahora beso.
Sé la misma bajo mis brazos: la penetrada
y la imaginada.
Seamos los dos nosotros en el abrazo:
los que nos amamos y los que imaginamos,
el cuerpo peregrino y el fantasma infiel.
Con los ojos abiertos enfrentaremos a las
figuras ajenas, esta infidelidad del alma.
No me mates de celos pensando en otro, mientras
nos amamos.
Déjame ser sólo uno en tu cuerpo
y en tu mente.
Uno solo en tu vida y en tu sueño.
Uno solo en ti sola, en mí sola uno solo.

-Homero Aridjis.


El Futuro / Cortázar.


Y sé muy bien que no estarás.
No estarás en la calle
en el murmullo que brota de la noche
de los postes de alumbrado,
ni en el gesto de elegir el menú,
ni en la sonrisa que alivia los completos en los subtes
ni en los libros prestados,
ni en el hasta mañana.
No estarás en mis sueños,
en el destino original de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás,
o en el color de un par de guantes
o una blusa.
Me enojaré
amor mío
sin que sea por ti,
y compraré bombones
pero no para ti,
me pararé en la esquina
a la que no vendrás
y diré las cosas que sé decir
y comeré las cosas que sé comer
y soñaré los sueños que se sueñan.
Y se muy bien que no estarás
ni aquí dentro de la cárcel donde te retengo,
ni allí afuera
en ese río de calles y de puentes.
No estarás para nada,
no serás mi recuerdo
y cuando piense en ti
pensaré un pensamiento
que oscuramente trata de acordarse de ti.

-Julio Cortazar